Si en España tuviéramos buenos
institutos y escuelas de gestión pública, como las hay en otros países
europeos, el “caso del Catastrazo” sería materia de estudio obligada. Muy pocas
veces puede identificarse en la historia reciente una cuestión pública que haya
generado tanto debate en su momento, y que a la vez cuente con todos los
matices imaginables en cualquier proyecto transformador de gobierno: subida de
impuestos, problemas legales, reforma institucional, actualización de una
gigantesca base de datos territorial, transformación digital, etc. Y además, inadecuada
comunicación, fuerte respuesta social, oposición en medios de comunicación,
agrio debate político y, sobre todo ello, un “thriller” político dentro del
propio Gobierno, entonces presidido por Felipe González, en el que “guerristas”
y “solchaguistas”, actuando como auténticos montescos y capuletos, hicieron del proyecto
la mejor arma con la que atacar al contrario.
El 28 de noviembre de 1990 puede
ser la mejor referencia para fechar el catastrazo, aunque como proyecto técnico
se iniciase dos años atrás. Ese día el Ministerio de Economía y Hacienda
anuncia la anulación de millones de notificaciones ya realizadas con los nuevos
valores catastrales, decisión que se materializaría en la Ley de Presupuestos Generales para 1991. Días antes, el 21 de noviembre, el diario El País, en un
editorial con el impactante título de “Catástrofe”, que juega con la similitud fonética
con la palabra Catastro, se posiciona claramente en contra del proyecto, y abre
la vía que siguen multitud de medios, con la misma posición.
Usando los mínimos caracteres, el proyecto a desarrollar podía resumirse en tres ideas: un mercado inmobiliario “opaco”, actualización de la información de todos los inmuebles y de sus valores catastrales hasta situarlos al 70% del valor de mercado, y todo ello realizado simultáneamente y en muy poco tiempo. Cualquiera que tenga una mínima experiencia en gestión pública llegará pronto a entender la enorme complejidad para llevar cabo estas tres ideas tan simplemente enunciadas, y las múltiples repercusiones de todo tipo que un proyecto de estas características iba a producir, como ciertamente ocurrió.
Como en toda buena gran
producción cinematográfica, el proyecto contaba con actores principales, y un
número mayor de secundarios. Empezando por una vez por estos últimos, el
proyecto movilizó a todo el personal de los más de sesenta organismos autónomos
que gestionaban entonces el Catastro, en una estructura de dispersión provincial
absolutamente ineficiente, y al frente de los cuales se puso a una generación de
jóvenes funcionarios, yo entre ellos, con un alto nivel de compromiso y unas
profundas ganas de cambiar la Administración. Fueron ellos con los equipos
técnicos que dirigían, junto con muchos funcionarios municipales y los
trabajadores de numerosas empresas, quienes
lograron alcanzar la parte exitosa del proyecto: transformar profundamente el
Catastro, sacándolo de las cuevas de un olvido administrativo de décadas.
Olvido que no debe considerarse como algo casual, sino como el resultado de una
cultura centenaria de mercados inmobiliarios opacos, que impusieron intencionadamente
un Catastro raquítico e incapaz de generar la transparencia que pudiera
amenazar al sistema.
Pero volvamos a los actores
principales. Al frente, Carlos Solchaga, Ministro de Economía y Hacienda, acompañado
de José Borrell, Secretario de Estado de Hacienda, y de su hombre de confianza
en la operación, Javier Russinés, Director General del Catastro. Reconozco
tanto en Borrell como en Russinés dos grandes aportaciones al proyecto. En
primer lugar, una buena visión estratégica que les permitió diagnosticar bien
el problema, impulsando numerosas medidas para ponerlo en marcha: amplia dotación
económica, renovación generacional y técnica de los recursos humanos, desarrollo
de un gran proyecto de trasformación digital, e importantes reformas
institucionales, refundando con ello el Catastro y consolidándolo como una
institución bien dotada.
Además, y como segunda cualidad,
debo reconocerles también una gran capacidad de liderazgo de personas y
equipos. Quienes hemos hecho de la función pública nuestra profesión y del
servicio a los ciudadanos nuestra vocación, valoramos en gran medida a los responsables
políticos que ejercen un liderazgo claro en las instituciones en las que
servimos. El liderazgo es visión, apoyo y estímulo, pero también compromiso
personal en el proyecto, valores estos que lamentablemente no son todo lo
frecuentes que sería deseable en algunos líderes políticos.
Pero reconociendo los valores
anteriores, tanto el entonces Secretario de Estado como el Director General del
Catastro no alcanzaron el mismo nivel en otra capacidad igualmente imprescindible, como se
demostró a lo largo de la crisis: la gestión táctica del proyecto. De esta
forma el catastrazo fue un claro ejemplo del jacobinismo que en ocasiones apareció en la “forma de hacer” de Borrell. Siendo positivos los diagnósticos y los
objetivos, la actitud para defenderlos e imponerlos, la intransigencia
doctrinal, y un puritanismo llevado hasta el extremo de no admitir soluciones
intermedias, aplazamientos o modificaciones en el diseño original fueron, a mi
juicio, las causas fundamentales del catastrazo.
Son varios los elementos que
demostraron esta “falta de cintura” en el despliegue del proyecto. Los
resultados técnicos alcanzados a finales de 1990 aportaban indicadores
positivos, tanto sobre el número de inmuebles ocultos detectados, como a los
objetivos relativos a los millones de inmuebles cuyos datos debían ser
revisados y valorados de nuevo, así como respecto a las campañas de
notificación de estos valores catastrales, que debían concluir en el mes de diciembre para que pudieran tener efectos fiscales en 1991. Sin embargo, los resultados técnicos y operativos no
fueron acompañados de una buena gestión política del proyecto, y ello por
diversos motivos.
En primer lugar, porque no se
logró un mínimo acuerdo con los demás partidos políticos para llevar a cabo una
operación de estas características, lo que llevo al enfrentamiento y al
traslado del debate a la opinión pública, dando lugar a la fuerte oposición conocida.
Pero, además, esta insuficiente gestión política impidió lograr temas tan
críticos como una reforma urgente de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales
para cubrir algunas graves lagunas legislativas, o un mínimo acuerdo con la
FEMP, entonces con una fuerte presencia de alcaldes socialistas, y presidida
por Tomás Rodríguez Bolaños, Alcalde de Zaragoza, quien se dirigió por carta a
Solchaga mostrando su oposición al proyecto y exigiendo su paralización.
En segundo lugar, fue también muy
desafortunado el diseño de toda la estrategia de comunicación. La fuerte
campaña publicitaria desarrollada en todos los formatos y medios, incluidos
“los eróticos anuncios de televisión en los que una especie de cinta métrica y
sensual enlazaba los edificios”, como los describió Cándido en su columna de la
revista Tiempo, fue un ejemplo de cómo alarmar y no informar usando medios
publicitarios, ignorando que se trataba de una cuestión altamente sensible como lo son las
reformas tributarias. Además, se descuidó incomprensiblemente la información
que de forma individual se hacía llegar al domicilio de cada contribuyente a través de la
notificación legal preceptiva, en la que se le informaba de la subida del valor
catastral, pero no del impacto de esta subida en los distintos tributos. Como
consecuencia, el contribuyente era informado de que su valor catastral iba a
ser multiplicado, pero no se añadía ninguna información adicional, por lo que era
previsible que llegará a la conclusión de que sus impuestos se multiplicarían
en la misma proporción, cuestión que no era cierta.
Finalmente, fue muy negativo
meter el proyecto de actualización de los valores catastrales en el debate
entre “solchaguistas” y “guerristas”, al que antes me referí, al llevar la
cuestión a un plano de enfrentamiento dentro del Gobierno que nada tenía que
ver con los objetivos positivos de mayor transparencia fiscal y mejora de la
capacidad económica de los municipios, y que impidió dar soluciones técnicas a los
problemas surgidos. En este contexto, una desafortunada coincidencia contribuyó
a agravar la cuestión. La incomprensible imposición por Margaret Thatcher de la
“poll tax”, un tributo de diseño medieval por el que pagaba lo mismo un Lord y
su chofer, según describió gráficamente la prensa británica, ignorando los más
elementales principios de capacidad económica, propició fuertes revueltas en el
país y fue una de las causas de la caída de la primera ministra. Nada tenía que
ver, desde la más estricta técnica fiscal, esa tosca “poll tax” con la
asignación de un nuevo valor para cada inmueble, acorde con las diferencias de
valor de mercado de los mismos, pero estos son argumentos que no pesan cuando la
conflictividad social es evidente. La crisis política estaba servida, y nadie
quería seguir el camino de la Thatcher, lo que obligaba a parar el proyecto y
buscar culpables. La situación la describieron magistralmente Gallego & Rey
en una viñeta publicada el 28 de noviembre en Diario16: en la primera imagen
Margaret Thatcher apunta sobre su sien un revolver en cuyo cañón aparece la
palabra “poll tax”. En la segunda, un asustado Felipe González sujeta con miedo
entre los dedos otro revolver con la palabra “catastro”. Finalmente, en la
tercera viñeta un sonriente Felipe González dispara contra Solchaga el
revolver, quedando este chamuscado y con cara de un más que evidente enfado. En esta misma línea, la crisis de gobierno se muestra en una viñeta de Ramón
publicada el 30 de noviembre en el diario Ya, en la que Felipe González
pregunta a un sonriente Alfonso Guerra: “¿Te das cuenta Alfonso?, si nos
descuidamos, el gobierno aprueba la subida catastral”.
Pero sería injusto cerrar este precipitado análisis del “caso del Catastrazo” sólo destacando los componentes negativos del proyecto, que llevaron a que no se lograse el objetivo político: la actualización de los valores catastrales. Hubo también muchas y muy positivas consecuencias del proyecto que me llevan a afirmar que, sin duda alguna, el esfuerzo mereció la pena.
La inversión realizada, la
reforma institucional, la renovación de los equipos humanos, y los demás esfuerzos
aplicados a renovar el Catastro dieron también sus frutos. Se digitalizó la
institución, respondiendo a una necesidades urgentes para dotarla de una
capacidad informática imprescindible, se desarrollaron nuevos procedimiento
para la mejora de la gestión, se actualizó la normativa vigente, se
incrementaron los estudios de mercado inmobiliario aportando valiosísima
información en un periodo de fuerte expansión que ya anunciaba futuras burbujas
inmobiliarias, y se actualizó la base de datos integrando numerosa información
de inmuebles y propietarios. El mismo diario El País, en el editorial de 21 de
noviembre citado, señalaba que “su aspecto positivo es que el nuevo catastro ha
descubierto seis millones de inmuebles desconocidos por la contabilidad
nacional y, por tanto, al margen de la legalidad fiscal”. Pero sobre todo, el catastrazo
fue un buen ejemplo de que es posible llevar adelante proyectos de
transformación profunda en las Administraciones Públicas, cambiándolas
radicalmente para adaptarlas a las necesidades de los ciudadanos.
Sin duda alguna, al actual
Catastro debe mucho al catastrazo. Fue con ese impulso como se creó una de las
instituciones públicas más utilizadas hoy por la sociedad, tanto por ciudadanos
como por empresas o administraciones públicas, construido sobre un modelo que
se encuentra a la cabeza de los sistemas catastrales europeos.
Para finalizar, una última consecuencia
simpática del catastrazo: fue la primera vez que se utilizó el sufijo “azo”
para describir “acciones o decisiones políticas o administrativas que poseen
carácter público, generalmente actuaciones sonadas o sorpresivas de cierta
trascendencia, unas veces autoritarias y otras reivindicativas», según lo describe
la Fundeu. Decretazo, medicamentazo, ivazo, tasazo o recetazo fueron expresiones
seguidoras de esta creación, señalando expresamente la Fundación que, “pese a
no hallarse todos en los diccionarios, se trata de sustantivos respetuosos con
las normas de derivación y se encuentran ampliamente extendidos”, por lo que palabras como catastrazo no han de escribirse con comillas. Esto he aprendido,
y así lo hago.