No existe en
nuestro ordenamiento una definición precisa de lo que son los “derechos digitales”,
a los que se refiere el artículo 79 de la
Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de protección de datos personales y
garantía de los derechos digitales. No
obstante, es posible construir la misma a partir del contenido del artículo 18.4
de la Constitución, cuando señala que «la
ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad
personal y familiar”, y especialmente atendiendo al contenido de las
sentencias del Tribunal Constitucional 94/1998 y 292/2000, cuando afirman que el
derecho fundamental a la protección de datos tiene como función garantizar a la
persona física un poder de control sobre el uso y destino de sus datos
personales, con el propósito de impedir su tráfico ilícito que pueda resultar
lesivo para su dignidad y sus derechos. Esta
concepción otorga facultades al ciudadano para oponerse a que determinados
datos personales sean usados para fines distintos a aquel que justificó su
obtención, así como un poder de disposición y de control sobre los datos
personales, que le faculta para decidir cuáles de esos datos proporcionar a un
tercero, o cuáles puede este tercero recabar directamente, además de saber
quién posee esos datos y para qué son utilizados, pudiendo oponerse a esa
posesión o uso.
Además, y no es un
tema menor, al constituirse como un derecho fundamental, los “derechos digitales” están dotados de la
protección especial que le otorga la Constitución, es decir, que su regulación
debe hacerse mediante Ley orgánica, y su vulneración puede ser objeto del recurso
de amparo ante el Tribunal constitucional.
De esta manera, España
fue pionera en el reconocimiento del “derecho
fundamental a la protección de datos personales”, derecho que a efectos de
este comentario equiparo al concepto de “derechos
y libertades digitales”, a los que se refiere el artículo 79 de la Ley
Orgánica 3/2018, antes citado.
Y es precisamente
llegado a este punto donde me planteo una pregunta muy concreta: siendo muy
potente la protección que el ordenamiento legal y los tribunales otorgan en
España a nuestros “derechos digitales”,
¿estamos lo ciudadanos ejerciendo adecuadamente el uso y la protección de los
mismos?.
En los últimos
tiempos, según ganan velocidad los cambios tecnológicos aplicados a la sociedad
de la información, he descubierto que la mejor forma de evitar el vértigo que
genera estos cambios es buscar refugio en los “viejos y buenos principios”. Como
ejemplo de ello, me resulta sumamente útil juzgar cómo afecta la tecnología a
nuestros derechos, y cómo los defendemos frente a todo tipo de agresiones,
acudiendo a un texto clásico y a la vez sumamente actual, escrito nada más y
nada menos que en 1872.
En ese año, Rudolf
Von Ihering, uno de los juristas alemanes más célebres de la historia, escribió
un famoso libro titulado “La lucha por el Derecho”, cuya lectura, debidamente
adaptada, debería ser parte obligatoria de todo manual que acompañase a un
dispositivo conectado a internet, si se me permite la broma.
Señala Ihering que
la lucha por el derecho en la esfera individual es una condición para la
existencia misma del ser humano, hasta el punto que si no se defiende el
Derecho sería un “suicidio moral”. Se trata de un sentimiento ideal del Derecho
que hoy pocos demostramos, y que se basa en la idea de que los derechos se piensan
tanto como se sienten, por lo que, si dejamos de luchar por nuestro Derecho individual
o colectivo, estamos dando paso a la antijuridicidad, y a través de ello, a la
pérdida de nuestras libertades.
A raíz de esta
reflexión, vuelvo a la cuestión antes planteada: ¿estamos los ciudadanos
haciendo valer y dando la debida protección a nuestros “derechos digitales” ?.
Metido en estas
reflexiones, llegó a la pantalla de mi ordenador una noticia al menos singular:
una conocida cadena europea de supermercados se ve obligada a dar muchas
explicaciones cuando queda demostrado que el robot de cocina diseñado para ser
conectado a internet, y que formaba
parte de una oferta comercial de gran éxito, cuenta con un “micrófono espía”, por usar la misma terminología utilizada por
los medios de comunicación, el cual sería utilizado para “espiar a los usuarios para recabar datos que luego pueda explotar
económicamente”.
https://www.madridiario.es/469170/lidl-acusada-de-ocultar-un-microfono-espia-en-su-robot-de-cocina
Según se informa,
el director de Compras y Marketing de la cadena de supermercados reconoció que
sabían que el aparato incluía la presencia del micrófono, aunque descarta que
estuviera destinado a tener un uso de grabación o escucha de los usuarios. Parece
que estaba previsto que el dispositivo fuera controlable por voz, aunque luego
se descartó, al ser una tecnología demasiado desarrollada para el bajo coste
del robot.
Lo que sí me
parece relevante es que la cadena de supermercados informase ampliamente que el
robot disponía de WIFI para descargar recetas de forma gratuita, pero “olvidó”
informar de la existencia de ese micrófono.
¿Cuál ha sido la
reacción de los compradores de este robot ante esta información? . No lo sabemos,
pero no parece que haya dado lugar a una reacción general de denuncia por la
vulneración de sus “derechos digitales”.
Más bien parece que se aceptó de forma genérica la violación de los mismos,
cediendo su defensa ante otro valor que el ciudadano priorizó: el precio especialmente
bajo del equipo.
¿Es este un
comportamiento generalizado de los ciudadanos? ¿Abandonamos la defensa de
nuestros “derechos digitales” porque
valoramos por encima de ellos el bajo coste de los dispositivos o las ventajas
de acceder a determinada tecnología? . Si es así, ¿estaríamos ante un “suicidio
moral” colectivo, por seguir la expresión de Ihering, y ante una visión muy
pesimista del futuro, en lo que se refiere a nuestras libertades como
ciudadanos?.
Llegados a este
punto, podemos constatar que, en lo que respecta a la defensa de los “derechos digitales”, se aprecia en la
actualidad un modelo marcado por tres situaciones que se interrelacionan:
-El suministro
voluntario y constante de nuestros datos a terceros.
-La consciencia de
que nuestros datos son utilizados por terceros, con distintos fines, asumiendo esta
circunstancia como inevitable.
-Y finalmente, la esperanza
en que el “sistema político/legal” protegerá nuestros derechos.
-El suministro
voluntario y constante de nuestros datos a terceros.
De forma
permanente y voluntaria, con un grado mayor o menor de conocimiento, estamos
dando acceso a terceros a nuestros datos. Lo hacemos cuando aceptemos las “cookies”
de una determinada web que consultamos, cuando mantenemos activa la herramienta
de geoposicionamiento de nuestro teléfono, o cuando le damos por teléfono los
datos de nuestro DNI a un perfecto desconocido que gestiona una Casa Rural.
Por tanto, y como
primera concusión, más que el miedo a que nos “roben” datos, deberíamos de
asumir que somos nosotros mismos los que damos estos datos, sin aplicar
especiales cautelas cuando lo hacemos.
-La consciencia
de que nuestros datos son utilizados por terceros, con distintos fines.
En segundo lugar,
no sólo damos nuestros datos de forma constante y voluntaria, sino que además
lo hacemos a sabiendas de que estos datos serán utilizados por terceros de una
u otra forma. En muchas ocasiones se nos
informa de ello, y en otras aceptamos esta posibilidad sin hacer mayores indagaciones
sobre si se está o no haciendo un uso no autorizado.
En este punto hay
que ser claros: la gran mayoría aceptamos voluntariamente que esto sea así,
fundamentalmente porque creemos que es un “peaje” que se ha de asumir para
obtener múltiples beneficios, entre los que cabe destacar:
-el acceso
ilimitado a todo tipo de información,
-la desaparición
de determinadas tareas que, de tener que volver a ellas, nos resultarían muy
desagradables (por ejemplo, hacer colas en un Banco),
-o conseguir
bienes y servicios a precios realmente bajos (como es el caso del robot de
cocina comentado), o incluso gratuitamente (por ejemplo, navegadores GPS).
Es evidente que
aceptamos exponer, - y rebajar-, de forma constante nuestros “derechos digitales”, porque nos compensa
hacerlo. Al menos a corto plazo, creemos que es así.
Y la esperanza
en que el “sistema político/legal” protegerá nuestros derechos digitales:
Finalmente, el
modelo se completa con la esperanza en que el sistema político/legal del país
en el que vivimos se encargará de proteger nuestros derechos frente a terceros,
de una doble forma: por un lado, presumiendo que el resto de los usuarios
tendrá un comportamiento respetuoso con nuestros datos, cuando acceden a los
mismos. Y, por otro, aceptando que exista un RGPD y una Agencia de Protección
de Datos, (u otro tipo de leyes o instituciones), porque estas normas e
instituciones serán nuestros “defensores” frente a todo tipo de abusos en los
que nos veamos afectados ante un uso inadecuado de nuestros datos.
Salvando las
distancias, parece que pensamos que el sistema es similar al que utilizamos
cuando conducimos nuestro coche por la red pública de carreteras. Asumimos que
el resto de conductores va a respetar el Código de Circulación y va a conducir
con la debida prudencia, y que alguien se va a ocupar de que la carretera, la
señalización o la información meteorológica, se encuentren en las condiciones
adecuadas. Además, presumimos que existe una “autoridad” que vigila constantemente
del buen desarrollo del sistema, y que desplegará toda una batería de acciones de
protección sanitaria y legal, en el caso de que nos veamos afectados por un
incidente no deseado.
Esta es la
situación actual respecto a nuestros “derechos
digitales”, marcada por una posición absolutamente predominante de la
industria en el acceso a nuestros datos, lograda con nuestra tácita aceptación,
porque nos compensan las contrapartidas obtenidas, y con la presunción de que
el sistema político/legal nos defenderá en caso de ver atacados nuestros
intereses.
¿Nos arrepentiremos
en el futuro de esta falta actual de control sobre nuestros datos? . No lo sé.
Pero puede ayudarnos en esta reflexión volver a la obra de Ihering. El autor
alemán no confía en que la protección de los derechos individuales se impondrá
sólo porque el Estado lo ordene, estableciendo una clara relación entre la
fortaleza de este mismo Estado y la claridad con la que defiende individualmente
cada ciudadano sus derechos. Si, además, y esto no ocurría en la época de
Ihering, la industria tecnológica global cuenta con una fuerza e influencia muy
superior a la de la mayoría de los Estados, parece evidente que confiar todo el
sistema de protección de nuestros “derechos
digitales” a la acción pública es, cuando menos, ingenuo.
Y esto pensando
siempre en que tenemos la fortuna de vivir en un estado democrático. Si
repetimos este análisis poniendo el foco en lo que está ocurriendo en los estados
autoritarios que están desarrollando sistemas competentes de Inteligencia Artificial,
entonces la conclusión es que allí el Estado no sólo no defiende los “derechos digitales” de los ciudadanos ,
sino que lidera activamente la agresión a los mismos.
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