lunes, 24 de junio de 2019

Los derechos digitales, la Constitución, y un robot de cocina.


No existe en nuestro ordenamiento una definición precisa de lo que son los “derechos digitales”, a los que se refiere el artículo 79 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de protección de datos personales y garantía de los derechos digitales.  No obstante, es posible construir la misma a partir del contenido del artículo 18.4 de la Constitución, cuando señala que «la ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar”, y especialmente atendiendo al contenido de las sentencias del Tribunal Constitucional 94/1998 y 292/2000, cuando afirman que el derecho fundamental a la protección de datos tiene como función garantizar a la persona física un poder de control sobre el uso y destino de sus datos personales, con el propósito de impedir su tráfico ilícito que pueda resultar lesivo para su dignidad y sus derechos. Esta concepción otorga facultades al ciudadano para oponerse a que determinados datos personales sean usados para fines distintos a aquel que justificó su obtención, así como un poder de disposición y de control sobre los datos personales, que le faculta para decidir cuáles de esos datos proporcionar a un tercero, o cuáles puede este tercero recabar directamente, además de saber quién posee esos datos y para qué son utilizados, pudiendo oponerse a esa posesión o uso.


Además, y no es un tema menor, al constituirse como un derecho fundamental, los “derechos digitales” están dotados de la protección especial que le otorga la Constitución, es decir, que su regulación debe hacerse mediante Ley orgánica, y su vulneración puede ser objeto del recurso de amparo ante el Tribunal constitucional.


De esta manera, España fue pionera en el reconocimiento del “derecho fundamental a la protección de datos personales”, derecho que a efectos de este comentario equiparo al concepto de “derechos y libertades digitales”, a los que se refiere el artículo 79 de la Ley Orgánica 3/2018, antes citado. 


Y es precisamente llegado a este punto donde me planteo una pregunta muy concreta: siendo muy potente la protección que el ordenamiento legal y los tribunales otorgan en España a nuestros “derechos digitales”, ¿estamos lo ciudadanos ejerciendo adecuadamente el uso y la protección de los mismos?.


En los últimos tiempos, según ganan velocidad los cambios tecnológicos aplicados a la sociedad de la información, he descubierto que la mejor forma de evitar el vértigo que genera estos cambios es buscar refugio en los “viejos y buenos principios”. Como ejemplo de ello, me resulta sumamente útil juzgar cómo afecta la tecnología a nuestros derechos, y cómo los defendemos frente a todo tipo de agresiones, acudiendo a un texto clásico y a la vez sumamente actual, escrito nada más y nada menos que en 1872.

En ese año, Rudolf Von Ihering, uno de los juristas alemanes más célebres de la historia, escribió un famoso libro titulado “La lucha por el Derecho”, cuya lectura, debidamente adaptada, debería ser parte obligatoria de todo manual que acompañase a un dispositivo conectado a internet, si se me permite la broma.


Señala Ihering que la lucha por el derecho en la esfera individual es una condición para la existencia misma del ser humano, hasta el punto que si no se defiende el Derecho sería un “suicidio moral”. Se trata de un sentimiento ideal del Derecho que hoy pocos demostramos, y que se basa en la idea de que los derechos se piensan tanto como se sienten, por lo que, si dejamos de luchar por nuestro Derecho individual o colectivo, estamos dando paso a la antijuridicidad, y a través de ello, a la pérdida de nuestras libertades.


A raíz de esta reflexión, vuelvo a la cuestión antes planteada: ¿estamos los ciudadanos haciendo valer y dando la debida protección a nuestros “derechos digitales” ?.


Metido en estas reflexiones, llegó a la pantalla de mi ordenador una noticia al menos singular: una conocida cadena europea de supermercados se ve obligada a dar muchas explicaciones cuando queda demostrado que el robot de cocina diseñado para ser conectado a internet,  y que formaba parte de una oferta comercial de gran éxito, cuenta con un “micrófono espía”,  por usar la misma terminología utilizada por los medios de comunicación, el cual sería utilizado para “espiar a los usuarios para recabar datos que luego pueda explotar económicamente”.

https://www.madridiario.es/469170/lidl-acusada-de-ocultar-un-microfono-espia-en-su-robot-de-cocina


Según se informa, el director de Compras y Marketing de la cadena de supermercados reconoció que sabían que el aparato incluía la presencia del micrófono, aunque descarta que estuviera destinado a tener un uso de grabación o escucha de los usuarios. Parece que estaba previsto que el dispositivo fuera controlable por voz, aunque luego se descartó, al ser una tecnología demasiado desarrollada para el bajo coste del robot.


Lo que sí me parece relevante es que la cadena de supermercados informase ampliamente que el robot disponía de WIFI para descargar recetas de forma gratuita, pero “olvidó” informar de la existencia de ese micrófono.


¿Cuál ha sido la reacción de los compradores de este robot ante esta información? . No lo sabemos, pero no parece que haya dado lugar a una reacción general de denuncia por la vulneración de sus “derechos digitales”. Más bien parece que se aceptó de forma genérica la violación de los mismos, cediendo su defensa ante otro valor que el ciudadano priorizó: el precio especialmente bajo del equipo.


¿Es este un comportamiento generalizado de los ciudadanos? ¿Abandonamos la defensa de nuestros “derechos digitales” porque valoramos por encima de ellos el bajo coste de los dispositivos o las ventajas de acceder a determinada tecnología? . Si es así, ¿estaríamos ante un “suicidio moral” colectivo, por seguir la expresión de Ihering, y ante una visión muy pesimista del futuro, en lo que se refiere a nuestras libertades como ciudadanos?.


Llegados a este punto, podemos constatar que, en lo que respecta a la defensa de los “derechos digitales”, se aprecia en la actualidad un modelo marcado por tres situaciones que se interrelacionan:

-El suministro voluntario y constante de nuestros datos a terceros.

-La consciencia de que nuestros datos son utilizados por terceros, con distintos fines, asumiendo esta circunstancia como inevitable.

-Y finalmente, la esperanza en que el “sistema político/legal” protegerá nuestros derechos.



-El suministro voluntario y constante de nuestros datos a terceros.

De forma permanente y voluntaria, con un grado mayor o menor de conocimiento, estamos dando acceso a terceros a nuestros datos. Lo hacemos cuando aceptemos las “cookies” de una determinada web que consultamos, cuando mantenemos activa la herramienta de geoposicionamiento de nuestro teléfono, o cuando le damos por teléfono los datos de nuestro DNI a un perfecto desconocido que gestiona una Casa Rural.


Por tanto, y como primera concusión, más que el miedo a que nos “roben” datos, deberíamos de asumir que somos nosotros mismos los que damos estos datos, sin aplicar especiales cautelas cuando lo hacemos.


-La consciencia de que nuestros datos son utilizados por terceros, con distintos fines.

En segundo lugar, no sólo damos nuestros datos de forma constante y voluntaria, sino que además lo hacemos a sabiendas de que estos datos serán utilizados por terceros de una u otra forma.  En muchas ocasiones se nos informa de ello, y en otras aceptamos esta posibilidad sin hacer mayores indagaciones sobre si se está o no haciendo un uso no autorizado.


En este punto hay que ser claros: la gran mayoría aceptamos voluntariamente que esto sea así, fundamentalmente porque creemos que es un “peaje” que se ha de asumir para obtener múltiples beneficios, entre los que cabe destacar:

-el acceso ilimitado a todo tipo de información,

-la desaparición de determinadas tareas que, de tener que volver a ellas, nos resultarían muy desagradables (por ejemplo, hacer colas en un Banco),

-o conseguir bienes y servicios a precios realmente bajos (como es el caso del robot de cocina comentado), o incluso gratuitamente (por ejemplo, navegadores GPS).


Es evidente que aceptamos exponer, - y rebajar-, de forma constante nuestros “derechos digitales”, porque nos compensa hacerlo. Al menos a corto plazo, creemos que es así.


Y la esperanza en que el “sistema político/legal” protegerá nuestros derechos digitales:

Finalmente, el modelo se completa con la esperanza en que el sistema político/legal del país en el que vivimos se encargará de proteger nuestros derechos frente a terceros, de una doble forma: por un lado, presumiendo que el resto de los usuarios tendrá un comportamiento respetuoso con nuestros datos, cuando acceden a los mismos. Y, por otro, aceptando que exista un RGPD y una Agencia de Protección de Datos, (u otro tipo de leyes o instituciones), porque estas normas e instituciones serán nuestros “defensores” frente a todo tipo de abusos en los que nos veamos afectados ante un uso inadecuado de nuestros datos.


Salvando las distancias, parece que pensamos que el sistema es similar al que utilizamos cuando conducimos nuestro coche por la red pública de carreteras. Asumimos que el resto de conductores va a respetar el Código de Circulación y va a conducir con la debida prudencia, y que alguien se va a ocupar de que la carretera, la señalización o la información meteorológica, se encuentren en las condiciones adecuadas. Además, presumimos que existe una “autoridad” que vigila constantemente del buen desarrollo del sistema, y que desplegará toda una batería de acciones de protección sanitaria y legal, en el caso de que nos veamos afectados por un incidente no deseado. 



Esta es la situación actual respecto a nuestros “derechos digitales”, marcada por una posición absolutamente predominante de la industria en el acceso a nuestros datos, lograda con nuestra tácita aceptación, porque nos compensan las contrapartidas obtenidas, y con la presunción de que el sistema político/legal nos defenderá en caso de ver atacados nuestros intereses. 


¿Nos arrepentiremos en el futuro de esta falta actual de control sobre nuestros datos? . No lo sé. Pero puede ayudarnos en esta reflexión volver a la obra de Ihering. El autor alemán no confía en que la protección de los derechos individuales se impondrá sólo porque el Estado lo ordene, estableciendo una clara relación entre la fortaleza de este mismo Estado y la claridad con la que defiende individualmente cada ciudadano sus derechos. Si, además, y esto no ocurría en la época de Ihering, la industria tecnológica global cuenta con una fuerza e influencia muy superior a la de la mayoría de los Estados, parece evidente que confiar todo el sistema de protección de nuestros “derechos digitales” a la acción pública es, cuando menos, ingenuo.


Y esto pensando siempre en que tenemos la fortuna de vivir en un estado democrático. Si repetimos este análisis poniendo el foco en lo que está ocurriendo en los estados autoritarios que están desarrollando sistemas competentes de Inteligencia Artificial, entonces la conclusión es que allí el Estado no sólo no defiende los “derechos digitales” de los ciudadanos , sino que lidera activamente la agresión a los mismos.

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