Leamos esté párrafo:
“En ocasiones determinadas reformas
legislativas cuya necesidad es incuestionable y unánimemente admitida, se ven
sucesiva y reiteradamente aplazadas debido a circunstancias imprevistas que van
marcando inexorablemente el ritmo de la dinámica socio-política del Estado.
Este ha sido el caso de la reforma de las Haciendas Locales que por fin, y por
virtud de esta Ley, se incorpora al campo del derecho positivo dando por resuelto el largo periodo de
transitoriedad en el que se ha venido desenvolviendo la actividad financiera
del sector local.
La evolución histórica de la Hacienda Local
española, ……, es la crónica de una institución afectada por una insuficiencia
financiera endémica.”
Y ahora prestemos atención a este
texto:
“Los gobiernos locales son entes políticos
que prestan servicios públicos esenciales desde la proximidad, amparados en el
principio constitucional de autonomía. Como tales, requieren de un sistema de financiación estable que garantice la
cobertura de las necesidades básicas de los ciudadanos en el marco de sus
competencias al menos al mismo nivel que el resto de los gobiernos
territoriales.”
El primero, -en el que se declara
formalmente que se ha resuelto la permanente transitoriedad en la que vivía el
modelo español de financiación local-, es
de hace 29 años y forma parte de la
Exposición de Motivos de la derogada Ley 39/1988, reguladora de las
Haciendas Locales. El segundo, -en el que se reclama un marco estable para la
financiación local-, corresponde a la
“Declaración de la ciudad de Valencia”, con la que se cerraron las “Jornadas municipalistas por una financiación
justa” celebradas los pasados días 16 y 17 de febrero convocadas por el Alcalde
de esa ciudad.
Repasando la historia de la
hacienda local española, parece evidente que solicitar “estabilidad” no parece
algo muy novedoso y, sobre todo, tampoco parece posible. Ni siquiera creo que
sea deseable, si por “estabilidad” entendemos un marco regulatorio rígido, que
define una “caja de herramientas” fiscales inmutables y, por tanto, incapaces de adaptarse al “perpetuum mobile” que supone la gestión
de una realidad tan cambiante como lo es un municipio.
Avancemos algo más y veamos cómo
se trata en la citada “Declaración de la ciudad de Valencia” el caso del IBI.
En el punto tercero del texto se señala lo siguiente:
“3. En relación con los espacios fiscales a
utilizar por los gobiernos locales, la propiedad inmobiliaria, en tanto que
base imponible fijada al territorio, debería continuar siendo la base nuclear
de la fiscalidad local. Ello requiere un sistema ágil de gestión y
actualización de la base catastral y la libertad de los gobiernos locales para
establecer los tipos impositivos que consideren convenientes. Por otra parte,
en la medida en que el IBI es un tributo de base real (a diferencia del Impuesto
sobre el Patrimonio Neto, sólo grava una parte de las propiedades de los contribuyentes
sin permitir deducir sus cargas), debería flexibilizarse el número de exenciones, bonificaciones y demás beneficios
fiscales aplicables a este tributo que erosionen su recaudación y derivarse en
su caso al lado del gasto las decisiones de política social tradicionalmente
fomentadas por estas medidas.”
Afirmar que “la propiedad inmobiliaria, en tanto que base imponible fijada al
territorio, debería continuar siendo la base nuclear de la fiscalidad local”
es un reconocimiento a la función estructural que tiene el IBI actual, fuertemente
apoyado sobre un sistema catastral potente y permanentemente actualizado. Es un
hecho que sólo el IBI, por su carácter anticíclico, ha sido capaz de aguantar
el terrible impacto que ha tenido la crisis económica sobre los tributos
locales vinculados a la actividad económica. Lo que desde determinados puntos
de vista puede verse como algo negativo,- mira la siguiente noticia-, no es más
que el reconocimiento de que si no llega a ser por el IBI y el Catastro los
Ayuntamientos españoles se habrían situado en los últimos años en un estado
grave de subfinanciación.
Cuestión distinta es la parte
final de la propuesta, referida a lo que se viene denominando como “IBI social”.
Se señala que la Declaración que “debería
flexibilizarse el número de exenciones,
bonificaciones y demás beneficios fiscales aplicables a este tributo que
erosionen su recaudación y derivarse en su caso al lado del gasto las
decisiones de política social tradicionalmente fomentadas por estas medidas”.
No alcanza a entenderse bien qué
se pretende con esta propuesta, pero parece que se estaría asumiendo la posición
más conservadora basada en la defensa a ultranza de la naturaleza real del
tributo, cuya base imponible ignora la capacidad económica del propietario o usufructuario
centrándose tan sólo en el valor del inmueble. De esta forma, la propuesta de
la Declaración sería llevar los beneficios fiscales aplicables al ámbito del
gasto social, es decir, separar absolutamente la gestión tributaria del IBI de
las políticas sociales. Todo un clásico.
En mi opinión, los firmantes de
la “Declaración de Valencia” no han sabido aprovechar la ocasión para proponer
una auténtica reforma del IBI, y se han limitado a proponer el mantenimiento de
la situación actual.
La estructuración técnica y legal
del actual IBI no parece tener ya más recorrido. Algunos de los cambios sociales que suceden
rápido, basados en la expansión de los criterios muchas veces mal interpretados
de transparencia y buen gobierno, acabarán obligando a definir de una nueva
manera el tributo, para aproximarlo en mayor medida al cumplimiento efectivo
del principio de contribución común al
sostenimiento de los gastos públicos, de acuerdo con la capacidad económica
real.
En el modelo del IBI actual se
determina la capacidad económica del sujeto pasivo contemplando sólo una de las
formas en que dicha capacidad se manifiesta, al centrarse únicamente en la
existencia de un derecho de propiedad o uso del inmueble, pero ignorando otros
elementos determinantes como son el flujo de ingresos (rentas) o de salidas
(consumo, inversión o gasto). Incluso esta determinación de la capacidad
económica, basada tan solo en la mera existencia del derecho, se gestiona de
forma parcial, pues no se distingue si nos encontramos ante una propiedad plena
sin ningún tipo de limite en su ejercicio, o por el contrario existen restricciones,
como es el caso de hipotecas, figura absolutamente generalizada en la
adquisición de inmuebles en España. Es el caso del frecuente comentario
jocoso,- pero no por ello carente de sentido común-, que hace todo reciente
comprador de un inmueble mediante un crédito hipotecario, cuando manifiesta que,
en realidad, el dueño de la casa es el Banco.
En el momento actual las Haciendas
Públicas tienen ya los datos y las tecnologías para definir con mucho mayor
detalle la capacidad económica real de los propietarios y usufructuarios de
cada inmueble, atendiendo a sus rentas y a su nivel de consumo. Por tanto,
debería ya de plantearse una reforma en profundidad el IBI para sacarlo de su
rigidez actual, teniendo en cuenta que sólo existen dos alternativas, una positiva
y de futuro y otra negativa y de pasado, que definen las vías posibles a seguir:
La primera es asumir que el “derecho
a una vivienda digna” es un principio constitucional, basado en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, que también debe tenerse en cuenta en el momento
de definir los modelos tributarios que gravan la vivienda. A quien le interese
el tema puede seguir el desarrollo del “Congreso Internacional sobre aspectos legales de la vivienda”, convocado
por la Cátedra UNESCO de Vivienda de la Universidad Rovira i Virgili y por Housing
Rights Watch (HRW), que se desarrollará los días 27 y 28 de abril, y que
incluye un workshop específico sobre tributación de los inmuebles.
La otra vía, basada en no
distinguir entre la capacidad económica de cada propietario, la llevó al
extremo Margaret Thatcher en 1991 cuando estableció una “Poll Tax” (tributación
per capita) sobre la vivienda que,
como se describió gráficamente en un diario inglés, “no distinguía entre la
vivienda del Lord y la de su jardinero”. Los más mayores recordarán bien cómo
acabó aquel intento de reforma. Para los interesados, este enlace:
En definitiva, si se desea que “la propiedad inmobiliaria, en tanto que base
imponible fijada al territorio” siga siendo “la base nuclear de la
fiscalidad local”, como se proclama en la Declaración, sería necesario
abordar una reforma del IBI que lo perfeccione, refuerce y adapte a los nuevos
modelos que la sociedad cada vez exige con más intensidad.
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